domingo, 29 de enero de 2017

LA "TRUMPSICIÓN"

A lo largo de la historia, son muchos los casos de procesos “abrelatas”. Situaciones que parecían definitivas e irreversibles, como por ejemplo el mundo que Fukuyama definió como “final de la historia”, resultan ser el principio de otra. Colectivos que se las prometían muy felices por considerar —¿desear?— arrumbados a los adversarios quedan repentinamente defraudados al descubrir que éstos gozaban de una salud mejor que la suya. Es lo que está ocurriendo con la era Trump. Ya asistimos a algo parecido con la era Reagan, y de un modo quizás paradigmático con el pontificado de Juan Pablo II. Muebles que parecían apolillados muestran su lozanía al ser retiradas las fundas que los ocultaban. Ideas que han movido a la Humanidad desde el neolítico y que un nuevo sistema establecido condenaba a la fosa reaparecen de nuevo luciendo su flamante utilidad.
Como es obvio —o debería serlo— ello no quiere decir que el seguimiento de la cabeza visible en dichos procesos sea ciego. Ni mucho menos. Este servilismo rastrero es más propio de movimientos “innovadores”, como el nacional-socialismo o el comunismo. Éste último pervive todavía en algunos paraísos de economía real como el caribeño, con todas las bendiciones de quienes alardean de huir del caudillismo. Trump es lo que es: un hombre, con sus oropeles a cuestas y con sus incoherencias, ésas que al final acaban con todo hombre público. Pero es también un valiente, y esta raza escasea en nuestros días, al menos en Occidente. Ha desafiado a “la última palabra” en política, la que la izquierda viene dictando desde Marcuse y el mayo francés. Muy pocos días después de su toma de posesión, ha enviado nada menos que a su vicepresidente y a su jefa de campaña a dar ánimos a los provida en la marcha que anualmente clama por defender a los no nacidos. El hecho no tiene precedentes, y su valor informativo queda de relieve por el eco nulo que ha tenido en los “medios” que forman el decorado de la obra representada hasta ahora por los políticos occidentales. Simplemente, lo han ignorado, sabedores tal vez de que negar la verdad es la única manera eficaz de combatirla. Y en el saco meto, desde luego, a los medios que se supone luchan por extender el Evangelio.
Mientras que esto sucedía en Estados Unidos, aquí el ministro de Hacienda mostraba su preocupación por los pocos impuestos que pagan las grandes empresas, abogando por subírselos con el pretexto de garantizar “la paz social”. En otras palabras, para seguir cediendo al chantaje de la izquierda. He de mencionar en este punto el testimonio, también valiente aunque muy minoritario, de los ex diputados y senadores que han dado el paso de presentar mociones al próximo congreso del PP para que éste recupere su identidad perdida en materia de familia y vida. Son los mismos que fueron expulsados de las listas electorales por haberse negado a secundar la pantomima de reforma de la Ley zapaterista del Aborto. Esto también puede ser un “abrelatas”.

Porque lo que ha demostrado el pasado es que las catacumbas nunca son definitivas. La verdad aflora, a menudo donde y como menos se esperaba. La “trumpsición” es ya un gran paso en este sentido. No es —insisto— la opción partidista o personal lo que va a liberar a Occidente de su aparente agonía, sino la puerta que queda abierta tras el paso por ella de un líder incómodo hasta extremos paroxísticos para los dictadores de nuestro tiempo, aquellos que constituían la nueva clase dominante, da igual que fueran de derechas pseudoconservadoras o de izquierdas pseudorrevolucionarias. Ellos mandaban, los demás obedecíamos. Esto se ha acabado, y lo saben, por eso trinan. En España se hizo la transición. Parecía que el paisaje estaba cerrado. O tirábamos por el camino que se nos ordenaba o dábamos paso a algo peor. Pero en la gran potencia que rige nuestros destinos desde que se levantó el telón de acero se ha producido un proceso rápido, un vuelco, que marca otro tipo de transición. Y hay que aprovecharla. Tal vez sea la última oportunidad de sacudirnos la costra paralizante administrada por los “medios”.

sábado, 7 de enero de 2017

HERMANDAD DE LA CARRETERÍA: QUINIENTOS AÑOS

El 17 de marzo del año 1517, el escribano público de Sevilla Pedro Farfán estampaba su firma en un documento que otorgaba censo y tributo perpetuo al hospital y cofradía de San Andrés y San Antón sobre unas casas en el Arenal. A día de hoy, éste es el papel más antiguo que da fe inequívoca de la existencia de la hermandad de La Carretería. Es decir, que estamos en puertas de conmemorar —si de aquí a entonces no aparece otro vestigio anterior— los quinientos años de existencia de esta cofradía. Como se puede suponer, en tan dilatado lapso ha pasado por avatares sin cuento, por ejemplo el que la situó, durante 174 años, en un punto tan distante como la collación de San Miguel, cerca ya de la Alameda de Hércules.
La Carretería ha vivido momentos que parecían terminales, como cuando la Junta Revolucionaria de La Gloriosa (1868) se incautó de su capilla para convertirla en club republicano, o cuando, ya entrado el siglo XX, un mayordomo tomó en prenda las bambalinas del palio. La hermandad ha renacido de todos sus baches en el último minuto. No en vano, la Resurrección del Señor es uno de sus títulos, estaba representada en un paso alegórico y luce en la pintura que corona el altar de la capilla.
Hasta que tuve la fortuna de hallar el citado documento, la más antigua certificación de la existencia de la cofradía era otro similar, puesto en duda,  de 1543, aunque la constancia más firme fuera la derivada del expediente de reducción del hospital en 1586, así como el reconocimiento oficial de la hermandad de penitencia por parte de la Iglesia en bula pontificia de 1591. Hay testimonios que hablan de 1550, pero son de oídas porque hacen referencia a papeles que ardieron en dos incendios, el más reciente de 1610. También los hay, siempre orales y de memoria, que sitúan los orígenes antes aún del Descubrimiento. Lo cierto es que hoy sabemos con seguridad que al menos ese 17 de marzo de 1517 ya había en Sevilla una cofradía que daría lugar con el paso del tiempo a la de la Luz y Tres Necesidades, actual de La Carretería.
El dato figura, junto con una reproducción facsímil de la relación en la que se constata dicha escritura (procedente del Archivo de la Diputación), en mi libro “Dios, hombres, ciudad. Historia y vida de la Hermandad de La Carretería (Sevilla)”, que viera la luz en 2013 editado por la Universidad de Sevilla y que daba continuidad a la benemérita tesis universitaria de Fuensanta García de la Torre publicada en 1979 y agotada desde hace demasiado tiempo.
No es ninguna trivialidad saber que contamos con una Hermandad señera que puede presumir, por lo menos, de medio milenio de vida. Sobre todo si tenemos en cuenta que era el único enclave de culto existente en el camino que unía la ciudad con el puerto de Indias, el Real de la Carretería. Entre las paredes de aquel templo, sin duda diminuto y pobre, junto al hospital gremial con sus tres camas y su cofradía, se debieron escribir páginas íntimas de oración trascendente, tanto a la ida como a la vuelta de un destino que lo mismo podía suponer la riqueza que la muerte. O el retorno más paupérrimos todavía que cuando embarcaron. Sólo pensarlo da escalofríos. Todo el Viejo Mundo que dirigió sus pasos a la aventura americana hasta que en 1586 el hospital es reducido por el cardenal Rodrigo de Castro, pasó por allí. Los que tuvieron suerte, dieron allí gracias inmediatamente de traspasada la pasarela del navío. Y los menos gozosos también se hincaron ante el crucifijo de los toneleros al tiempo que se pellizcaban de incredulidad.
Hay un pasaje, fabulosamente recreado por el escritor Stefan Zweig en su libro “Magallanes”, que bien pudiera haberse constituido en el más señero de los casos de cuanto referimos. El 7 de septiembre de 1522, dieciocho hombres, de los doscientos sesenta y cinco que habían zarpado dos años antes de junto al convento carmelita de Los Remedios, arribaban al puerto de Indias sevillano. Al frente iba un marino vasco que asociaría su nombre a la primera vuelta al mundo: Juan Sebastián Elcano. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo (apellido éste muy presente en los archivos de la corporación) relata que la multitud se arremolinaba en las riberas “para contemplar este último barco famoso; la expedición en que tomó parte representaba la cosa más prodigiosa y el acontecimiento más grande que se haya visto desde que Dios creó al primer hombre y el mundo”. ¿Qué fue lo primero que aquellos andrajosos y desnutridos supervivientes se dispusieron a hacer tras desembarcar del fantasmagórico “Victoria”?: rezar. Marcharon derechos a la Virgen de la Antigua de la Catedral. Bajaron por el camino Real de La Carretería, para entrar por la puerta del Arenal y la calle de la Mar. Pasaron ante la capilla de los toneleros. La pregunta es inquietante: ¿Se detuvieron allí, aunque sólo fuera un instante? Porque hoy sabemos que para entonces ya existía y dónde estaba.

Este año, los hermanos de La Carretería, y los sevillanos en general, estamos de enhorabuena.  No todos los años se celebra el V Centenario de algo así.