lunes, 15 de febrero de 2016

LAS CORRUPCIONES NUNCA VIAJAN SOLAS

Contaba Álvaro Baeza en un ya lejano libro —empero de palpitante actualidad— que siendo José María Aznar jefe de la oposición y cuando se disponía a entrar a matar parlamentariamente al PSOE a raíz del caso Juan Guerra, recibió una notita que sólo ponía un nombre. Como por ensalmo, el flamante líder del PP enmudeció y apenas pasó de puntillas por el primer gran escándalo de corrupción de los muchos que arrastra el partido de los cien años de honradez (“y ni uno más”).
¿Qué ponía aquel billete —je, las ironías del lenguaje? Según el intrépido periodista, un nombre y unos apellidos. Pero, ¿qué extraño poder de disuasión contenía aquella identidad como para reconducir un debate de las Cortes en el que se iba a dejar en el diario de sesiones huella perdurable acerca de cómo un vicepresidente del Gobierno puso a su hermano un despacho de la Delegación en Andalucía para apañar prebendas? Muy grave debía ser lo que aquella rúbrica representaba y de estopa carnicera. Sabido es —o era, porque a las generaciones que “ellos” han educado y a las que ahora necesitan para poder gobernar probablemente ni les suene la historia— que el hombre de teatro, perito industrial y licenciado en Filosofía y Letras que corrigió las destinos patrios junto al todavía hoy incontestable Felipe González no se caracterizaba precisamente por su piedad, aunque fuera el encargado de llevarse bien con los obispos. También es legendario su archivo mental, donde guarda la dinamita que puede serle útil en momentos bajos como aquél. En su polvorín tenía un cartucho con el nombre de un constructor burgalés, amigo del que, años después y nadie sabe muy bien para qué, se convertiría en presidente del Gobierno de España, y que ya lo había sido de la Junta de Castilla y León.
Aquella anotación de urgencia que alguien puso en las manos de Aznar un minuto antes de que compareciera en la tribuna del Congreso (me muero por conocer al “mercurio”) cambió la Historia de España, como tantas otras carambolas, o no, que han determinado su curso. Juan Guerra, o sea, Alfonso, se le fue vivo, y la vida siguió igual, por el momento.
La corrupción debería figurar en el título VIII de la Constitución en lugar de las autonomías. Ya sabemos que este apartado quedó pendiente de redacción, como esos balones que se despejan de frente y voleándolos, a ver dónde caen. En vista de que el consenso era imposible con los separatistas —los de entonces y los de ahora, que son los mismos— se abrió la caja de pandora dejando el título ayuno de contenido. Y ahora estamos pagando las consecuencias en el peor doble filo imaginable: el independentismo de todos —nacionalistas y españoles— por un lado y la corrupción regional por el mismo lado. Creíamos —confieso que equivocadamente— que las autonomías se inventaron para financiar por vía legal a los partidos y colocar por vías más dudosas cuando no abiertamente perversas, a los afines. Pero no. Está resultando que la finalidad para muchos era la de saquear España por el medio que fuera, y si era cobrando comisiones chantajistas mejor.
La dimisión de Esperanza Aguirre forma parte de la mejor escuela maquiavélica de lo que podríamos llamar “renuncias carrerilla”. No podía elegir mejor momento para salir de la piscina partitocrática y encaminarse hacia el trampolín, que hoy por hoy está desierto. Porque lo que el registrador de Santa Pola ha hecho es ni más ni menos que vaciar la piscina de votos y arrojarse después llevando consigo a su guardia pretoriana. ¿También al partido? Lo ignoro. Puede que la dimisión de Aguirre —no como portavoz municipal, ojo— sea el salvavidas del PP.
Habría mucho que recordar en este momento. Muchos polvos que remover para comprender estos lodos (Filesa, Barbero, Naseiro, De la Rosa, Roldán, Argel, Zurich,… espero que se me entienda, si se peinan canas). Por ejemplo, ¿quién mandaba a Rajoy y su partido emprender aquella carrera desbocada hacia los estatutos de semiindependencia calcados del catalán que aprobó Zapatero en tiempos del Pacto del Tinel? El primero, por cierto, fue el de Valencia, cuando el PP era allí sinónimo de hegemonía. Pero después le siguieron Galicia, Andalucía… En materia territorial —es decir, en cuanto a soberanía nacional— Rajoy y sus huestes han cumplido al pie de la letra esos acuerdos no escritos que han llevado al partido —y a la derecha sociológica española, de paso— a la ruina. Son los pactos implícitos que reconocen la superioridad moral de la izquierda y de los “pueblos sin estado”. Es el mismo espíritu que entregó la fortaleza ideológica del PP, con armas y bagajes, cuando arrió la bandera de la defensa de la vida —al cambio, la lucha contra el aborto— o el que arregló la economía subiendo impuestos y reduciendo drásticamente indemnizaciones por despidos, o el que sigue dejando que trescientos crímenes etarras sigan sin ser esclarecidos mientras el reloj de la prescripción corre implacable, o el que no ha hecho nada por que se cumplan las sentencias del Supremo en materia de enseñanza en castellano, o el que condenó al dique seco al único portaviones que tenía la Armada española, o, en fin, y aunque tal vez sea lo peor, el que perpetuó y aún ahondó la dependencia política del Poder Judicial a través del Consejo General.

Es el PP de la otra corrupción, la de la traición a los ideales. Pero las corrupciones nunca caminan solas, y yo soy de los que piensan —supongo que sigo conservando algo de candidez— que Esperanza Aguirre actúa honradamente, que es sincera, y que tiene la mirada puesta en el futuro, el suyo y el nuestro, cuando se responsabiliza de lo que ha sucedido en su casa aunque ella no haya hecho nada de cuanto ahora aflora. 

lunes, 1 de febrero de 2016

¡AY, AQUELLA FAENA DE ARTETA EN EL MAESTRANZA!

Mientras España se debatía en uno de esos marasmos a los que tan aficionada es su historia, una mujer vasca de bandera (española) alzaba su voz —¡y qué voz!— en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, ciudad a la que según confesión propia, considera su segundo hogar. Durante hora y media había desgranado un recital lírico dedicado a Lorca con música del propio poeta y otros autores españoles de canciones populares transformadas para el piano y la garganta privilegiada de la soprano. Un teatro abarrotado siguió el programa atento y concernido, con la mirada del oído fija en la boca de la Arteta, los acordes de Rubén Fernández Aguirre y el taconeo de la bailaora, genial por cierto, que de todo hubo en la velada.
Pero lo mejor de la brillantísima actuación a cargo de una mujer portentosa que llena el escenario con su rostro y su figura llegó con los bises. Media hora de propinas que para quienes tuvimos la inmensa fortuna de estar allí resonarán en nuestros sentidos para siempre. Hasta entonces, la música había prevalecido con suma formalidad y académica talla. Pero Ainhoa se había soltado la melena rubia para su último tramo y es que iba calentando el ambiente conforme se aproximaba la apoteosis final. Enfundada en un ceñido traje rojo pasión y mostrando su alba dentadura capaz de reintegrar la ilusión a un desesperado, la cantante salió descalza a las tablas para obsequiar al auditorio una habanera de Carmen sencillamente arrebatadora. Fue bajando poco a poco al pasillo del patio, y allí protagonizó un acontecimiento artístico de primer orden que sin duda el Maestranza conservará entre sus más logradas galas. Fue recorriendo el espacio central de la faraónica sala lentamente, contoneándose y haciendo con las cuerdas vocales lo que le daba la gana. El frenesí se fue apoderando del público, que asistía atónito a una deslumbrante exhibición de coraje y sensualidad en la que la técnica desaparecía aplastada por la inspiración. Centenares de torsos se fueron girando como los de las contorsionistas del circo. Nadie dejaba escapar un hilo de aquel tiempo irrepetible, aquella joya del destino que todos atesorábamos con una codicia avarienta. Cantó dos veces seguidas la composición de Bizet, como si fuera la cigarrera misma que aguardaba para embarcar en la falúa rumbo a Triana dejando atrás la arena de la otra Maestranza. Dos veces seguidas, con el único acompañamiento del piano. ¡Y sus tonalidades llenaron el espacio del Maestranza como si tuviéramos sus labios junto al oído! Incluso de espaldas resplandecía su canto. ¿Cuántos metros cúbicos de aire es capaz de llenar esta criatura dorada de sentimientos?
Y no acabó ahí el derroche. Volvió a entrar en el escenario, todavía con los pies desnudos, para despedirnos con un pellizco de amor a la Patria. “De España vengo”, la danzarina partitura de “El niño judío”, se lanzó desde la caja de resonancia de su hermoso rostro hasta poner en pie a un mar de cuerpos enfervorecidos que parecían enarbolar pabellones nacionales con los colores que lucía la estrella desde su ropa y su cabellera.
Fue arrollador. Y no hacía falta preguntar el espíritu que latía en aquel foro, en cada uno de los corazones que vibraba con aquellas frases: “De España vengo, yo soy española… de España soy y mi cara serrana lo va diciendo, que he nacido en España, por donde voy”.

Por cierto, hubo un guiño que no todo el mundo captó, y es que esta gloriosa profesional del pentagrama, este pedazo de intérprete que sería además una actriz de cuerpo entero, cambió una vez la palabra “serrana” por la expresión “de vasca”. Prueben a tararearlo. Suena de dulce. Previamente había aclarado que en su genealogía hay treinta y dos apellidos vascos. Con personas y personalidades como ésta da gusto seguir sintiéndose español, a pesar de todo y de algunos.